lunes, 10 de septiembre de 2012

Toda una experiencia

Me considero una persona peculiar o alejada de lo que se establece, en sociedad, como habitual. De sobra es conocida la costumbre generalizada de ver la televisión mientras uno come al mediodía o cena en familia (conozco muchos casos de niños que incluso la ven durante el desayuno, antes de irse al colegio; ahora es lo normal). Se trata de un hábito que se aprende desde la más tierna infancia, pues casi todos mis amigos han visto la caja tonta al mismo tiempo que se llevaban algo a la boca, a lo largo de toda su vida. A mi este hecho, sinceramente, me sorprende, porque en mi casa nunca se ha hecho. 


En la calidez de mi hogar, nos alimentamos en la mesa de la cocina, no en el salón o en el comedor y, por lo tanto, allí no existe ninguna pantalla que podamos contemplar. Ni siquiera nos pilla cerca el ordenador, que se encuentra en la terraza, abandonado a su suerte, aislado del entorno familiar. Es por ello que he crecido disfrutando únicamente de la conversación que me ofrecen mis padres, al tiempo que saboreo unas patatas ali-oli o unas lentejas con chorizo. 

Esto explicaría con claridad por qué apenas he visto episodios de Los Simpsons, y por consiguiente, desconozco las gracias de sus personajes, las frases célebres que mencionan constantemente mis allegados o las bromas relacionadas con la serie que aparecen en cualquier charla, en cuanto me descuido una pizca. Lo cierto es que he puesto de mi parte y he intentado ver algún capítulo para comprobar por mí misma si me hacía gracia, pero he fracasado: no me veo capaz de aguantar más de diez minutos con eso delante de mis ojos. Su humor no causa en mi cerebro el efecto que se espera y como consecuencia de ello, me aburro. 


De niña, no me gustaban especialmente los caramelos, ni los chicles, ni la bollería industrial. Si alguien me los ofrecía y terminaban en mi paladar casi por accidente, me los comía sin rechistar, pero no es que me muriera porque me los compraran. Tampoco recuerdo haber tenido entre mis manos alguna bolsa de chucherías (dedos, lenguas, labios; todo cargado de intención sexual, ahora que lo pienso con frialdad), a pesar de que ahora me vuelvo loca por los dulces. Además, no soportaba los huevos: los fritos me daban un asco insoportable y casi puedo revivir las arcadas que me sobrevenían cuando éstos se encontraban cocinados en tortilla. Hoy me chiflan y podría saltarme, perfectamente, la recomendación de no comer más de tres huevos a la semana. Cosas de la mente humana. 

Con mi coche tengo mis propias manías. A la hora de estacionarlo, me esmero por dejarlo justo en el medio de la plaza de aparcamiento, entre las dos líneas que delimitan el espacio, y totalmente recto. Más de uno y de una me han mirado con curiosidad al verme hacer las maniobras correspondientes, tratando de adivinar el motivo oculto por el cual busco tal precisión. No existe una razón lógica: simplemente me gusta dejar mi coche bien colocado, por lo que pueda pasar (aunque sé que puede ser objeto de roces o golpes de todos modos). 

Cuando conduzco, jamás lo hago con las gafas puestas. Es una premisa fundamental que me he impuesto y que cumplo a rajatabla. No es que vaya por la carretera sin ver un pimiento (tengo casi tres dioptrías en un ojo y más de tres y media en el otro), sino que siempre voy con lentillas. El motivo es simple y razonable: desde que me han contado la violencia con la que saltan los airbags en caso de accidente, temo que se estampen en mi cara, me rompan los cristales y se me incrusten en los ojos para dejarme ciega. No he contrastado si esa información es cierta o sólo fruto de mi imaginación macabra, pero, ante la duda, prefiero prevenir. Me compensa más romperme un brazo que perder la visión, qué queréis que os diga. 

Si hay un comportamiento que se me escapa por completo es el acto masculino de dejar levantada la tapa del WC, lo que supone dejar una puerta abierta a posibles bichos, ratas, lagartos o serpientes, que podrían colarse en casa por ahí. No obstante, lo paso por alto porque casi nadie entiende que yo no cierre la puerta del baño cuando salgo de él. Entonces, la balanza de molestias se equilibra. Mi cerebro interpreta que, si la puerta está encajada, cerrada a cal y canto, es que hay alguien dentro haciendo sus necesidades, y por lo tanto, no debo entrar. En más de una ocasión, en un aseo público, me ha ocurrido que me he tirado diez minutos esperando a que saliera una hipotética señora que yo estaba segura que se encontraba en su interior. Transcurrido ese tiempo, deducía que allí no podía haber nadie, ya que estaba tardando demasiado en salir, y al final, descubría que el habitáculo estaba vacío. Entonces, maldecía la dichosa costumbre de dejar la puertecita así: ¿quién fue el primero/a que tuvo esa ideal genial? Otra opción hubiera sido utilizar los nudillos para llamar y salir de dudas, pero mi mente tiende a barajarla cuando ya es tarde. 


Últimamente, suelo justificar mis rarezas (soy un rato rara, debo reconocerlo) sosteniendo que me gusta mucho la novedad, hacer cosas que casi nadie hace, distinguirme de alguna manera del resto, cosa que, en parte, es cierta. Hasta hace poco luchaba contra la idea de tener Internet en el teléfono móvil y lo defendía diciendo que no quería convertirme en una esclava de las nuevas tecnologías. Pues el sábado comprobé, sobrecogida, que precisamente, fui de las personas que peor lo pasó cuando el Whatsapp dejó de funcionar sin causa reconocida durante todo el día. Eso me pasa por tener varios grupos: viví todo el día esperando novedades de sus componentes, mensajes que nunca llegaron. Y mis amigos estaban más frescos que una lechuga, como si nada hubiera pasado. Qué patética. 

En mi afán por buscar nuevos estímulos vitales, anoche, a la una y cuarto de la madrugada, al volver de una agradable reunión en el parque, contemplé la posibilidad de echar combustible a mi automóvil en ese momento. Nunca antes lo había hecho a esas horas, era algo nuevo para mí y dudaba sobre si la gasolinera estaría abierta o no. Decidí arriesgarme y allí acabé: echando diésel a mi pobre Ford Fiesta agonizante, con la estación de servicio casi desierta. Me sentí extrañamente excitada por aquella fascinante novedad. 

Ya sólo me falta irme sola al cine. Y mi existencia será del todo plena. 


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