Nunca me han gustado especialmente las nuevas tecnologías y, de esta idea, parte mi rechazo a la ligera dependencia hacia mi teléfono móvil que he desarrollado en el último año. Tuve mi primer ordenador de casualidad, Internet llegó a mi casa casi por sorpresa y me pasé a la cámara fotográfica digital más por vergüenza que por una necesidad real. Así pues, entenderéis que me daba exactamente igual tener un Nokia de esos que portaban una antena enorme o un Samsung con sus teclas y una batería que no necesitaba recargar hasta pasada una semana entera.
Mi vida transcurría sin sobresaltos hasta que me pasé a contrato en mi compañía y me "regalaron" mi actual teléfono táctil. Hasta me aprendí el nombre completo del modelo, cuando hasta ese momento, había ignorado bastante ese tipo de detalles. Un Samsung Galaxy Mini blanco en mi poder, con pantalla táctil, Whatsapp y multitud de aplicaciones; no podía creérmelo. Al principio, mi relación con el aparato fue desconcertante, ya que no me adaptaba a su tamaño ni a escribir en la pantalla; todo me parecía de suma extrañeza. De hecho, durante los primeros días, me planteé devolverlo porque no me gustaba nada. Poco a poco me terminé acostumbrando, y hasta hoy.
Hace poco, leí dos reportajes acerca de las nuevas adicciones del siglo XXI, y como no podía ser menos, una de las más destacadas es la del móvil. Los datos son preocupantes y debo confesar que me identifico con algunos de los rasgos del adicto (¡quién me lo iba a decir!), aunque me alejo lo suficiente de los comportamientos más graves.
Segun los últimos datos, el 81% de las personas que tienen smartphone lo mantienen encendido durante toda la noche, incluso cuando están durmiendo. Sinceramente, me alegro de pertenecer al reducido grupo de gente que lo apaga en cuanto se mete en la cama. Para mí, el hecho de desconectarlo durante las horas de sueño significa un descanso para mi cerebro y un modo de alejarme por un tiempo del resto del mundo. No quiero ni pensar en lo mal que dormiría sabiendo que mi móvil puede vibrar en cualquier momento y despertarme; sería una inquietud demasiado desagradable.
Otras cifras que no conviene ignorar son, por ejemplo, las 17 horas diarias de media que un ser humano corriente tiene su teléfono cerca. O el 8% de los estudiantes universitarios que, según un análisis de la Universidad de Granada, sufren la denominada nomofobia (no- mobile phobia) o temor a estar lejos de su móvil; en el caso de los británicos, esta cifra asciende al 66%. Esto no es del todo raro, si tenemos en cuenta que mucha gente se siente desorientada e insegura si se deja el aparato olvidado en casa.
No obstante, lo realmente grave es que el 60% de los adolescentes se consideran "muy adictos" al móvil y el 51% de los adultos se muestran "incapaces" de vivir sin él.
Hace apenas diez años, el teléfono se utilizaba para estar comunicado, hacer y recibir llamadas en situaciones importantes o urgentes. Ahora, casi para lo que menos se usa es para llamar, ya que estamos demasiado ocupados charlando por el Whatsapp, escribiendo en el Twitter, entrando en el correo electrónico o colgando en Facebook una foto que nos acabamos de tomar. En muchos casos, lo que hacemos, decimos o pensamos debe quedar reflejado casi al instante en las redes sociales. Conozco un par de casos de amigas que, por no tener Whatsapp, no son nadie y por poco viven aisladas de la sociedad. Y ese extremo me parece ridículo.
Una de las cosas que más me llama la atención es el hecho de estar tranquila leyendo cualquier cosa y percibir la vibración de mi móvil, como si me hubiese llegado un nuevo mensaje o aviso, y a continuación, descubrir que es falso, que no tengo nada y todo ha sido producto de mi mente. ¿Cómo es posible? ¿Me estoy volviendo loca? Casi da miedo, pero lo cierto es que los llamados "mensajes fantasma" son más habituales de lo que creemos, pues estamos acostumbrados a recibir alertas en el móvil continuamente y llegamos a un punto en que nuestro cerebro se las imagina. De hecho, en situaciones límite, el hecho de no recibir nada durante varias horas, puede generar estrés y ansiedad general, que a su vez, puede desembocar en una preocupación desmedida por todo (cosas importantes y otras no tanto) y una reducción del rendimiento laboral y académico.
En cualquier caso, y para afrontar esta posible adicción, los expertos recomiendan dedicar días y horas concretas (por ejemplo, únicamente los viernes o bien, cada día solo a las seis de la tarde) a visitar las redes sociales a través del móvil y enviar mensajes de texto, con el fin de establecer una distancia sana con el aparato. Asimismo, es recomendable organizar más actividades en compañía o al aire libre con el fin de prestar cada vez una menor atención al teléfono, salvo cuando sea estrictamente necesario (una llamada de urgencia o situación excepcional), ya que según Pablo M. Gacto, director de la clínica Nascia, especializada en control del estrés, "el problema surge si usamos el móvil para combatir la soledad".
Otras opciones útiles para reducir la dependencia pueden ser dejar el teléfono en casa adrede algún día, reducir el tiempo de utilización progresivamente, intentar no llevárselo nunca al cuarto de baño (aunque parezca curioso, muchos lo hacen), alejar el móvil de nuestro alcance cuando tengamos que desempeñar alguna tarea importante (estudiar, trabajar) y sobre todo, disminuir los instantes dedicados al móvil cuando nos encontramos en pareja o con los amigos. No hay nada más molesto que estar en compañía y que el otro preste más atención a su pantalla táctil que a ti.
Muchos comparan este tipo de dependencia con la que generan las drogas, el tabaco o el alcohol. De momento, no enciendo ni consulto mi móvil nada más levantarme, sino tiempo después, y suelo pasar horas sin prestarle ninguna atención. Puede que estos pequeños detalles me salven de la epidemia tecnológica que se avecina. Cruzo los dedos, aunque no confío demasiado en mi salvación.
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