sábado, 16 de junio de 2012

Clandestinidad

Natalia recorre la estancia despacio, al tiempo que se percata del molesto ruido que hacen sus tacones de ocho centímetros sobre la tarima. Para tratarse de un piso decorado por un hombre, el gusto de los muebles es exquisito, una combinación de colores y texturas digna del más prestigioso diseñador de interiores. Y el dueño de esa casa no está nada mal, ha mejorado con la edad, lo cual de antemano podía haber parecido imposible. 
Mientras observa todo con detenimiento, le llega su voz desde la cocina. 

    - Ponte cómoda. Tengo refrescos, Lambrusco, zumos y vodka, ¿qué te apetece? Imagino que agua no, ¿verdad?

Y a continuación, le envuelve su risa alegre, masculina, cargada de matices llenos de intención. Ella sonríe, se deja caer en el sofá de color malva y le pide desde su posición una copa de vodka con naranja. No tenía intención de beber más, pero no piensa que el tercer cubata de la noche le pueda hacer daño. En cualquier caso, Gabriel, que así se llama ese hombre, su antiguo compañero de instituto, ha bebido bastante más que ella y aún se mantiene de una pieza. 

Qué curioso ha sido ese encuentro para ambos. Una noche de fiesta, cada uno con sus respectivos amigos, una mirada mutua y cómplice en el bar de moda, y de repente, se percatan los dos de que se conocen de algo y comienzan a entablar conversación sobre recuerdos de la adolescencia. Lo cierto es que se dejaban los apuntes de Literatura e Historia cuando iban a clase, y esta noche están a punto de dejarse otras cosas. Gabriel regresa al salón con las dos copas y se sienta a su lado. Sus intensos ojos verdes se detienen en los de ella, que no le aparta la mirada mientras bebe de su vaso lentamente, saboreando el regusto amargo del alcohol. Las chispas incendiarias que ambos desprenden a través de sus pupilas rellenan el silencio que reina en ese preciso momento. De repente, se han quedado callados, lo cual resulta sorprendente porque no han parado de hablar en toda la noche, desde que se han visto, hace ya cinco horas. Son las seis de la mañana, pero aún no va a amanecer. Es pronto. 

      - ¿Quieres que te deje los apuntes de matemáticas? Creo que aún los guardo por alguna parte. 

Natalia suelta una sonora carcajada al escuchar esa deliciosa ocurrencia de su acompañante. Interesante frase la suya para romper esos minutos de tensión sexual que casi se puede palpar en el ambiente. Al instante, ella hace memoria y le viene a la cabeza lo primero que ha pensado al verle en el bar: "le arrancaría la camisa a bocados". Intenta controlarse y le sigue la conversación. 

      - No me digas que no has tirado ese montón de papeles inútiles. Sabes que los números nunca fueron nuestro fuerte. Siempre hemos sido más de letras. Los dos. 

Él le muestra una amplia sonrisa que deja entrever sus dientes blancos y bien alineados. Después, se incorpora ligeramente, se acerca a ella y le coloca el brazo sobre uno de sus hombros, mientras con la otra mano le aparta el pelo hacia atrás. Sin dejar de mirarla, se muestra sincero. 

    - Natalia, ambos sabemos lo que hemos sentido esta noche al vernos. No quiero dar más rodeos, no quiero ofrecerte otra copa. Y sobre todo, no quiero hablar más del pasado. Lo único que quiero es comerte entera. Varias veces. 

Ella se queda un poco sorprendida por sus palabras, pero al mismo tiempo, siente al instante un leve hormigueo entre sus piernas que no puede ignorar. Gabriel se aproxima aún más y mientras la agarra suavemente de la nuca, sus labios se encuentran con los de ella. Un beso al principio dulce, cálido, jugoso, que se convierte en cuestión de minutos en un roce intenso, salvaje, ansioso, colmado de pasión y ganas. Mientras intercambian besos ardientes, Natalia le va desabrochando la camisa y se la quita, al mismo tiempo que él comienza a besarle el cuello y con su lengua inicia un descenso hacia su escote. La delicadeza que ella ha intentado mostrar con su ropa contrasta con la furia incontrolable de Gabriel, que no tiene reparo alguno a la hora de romperle a ella la camiseta, con tirones secos, y abandonarla de mala gana sobre el suelo del salón. Esa agresividad repentina la vuelve loca e inmediatamente, empieza a chuparle y morderle las orejas; no obstante, él no quiere que haga nada.


La empuja violentamente contra el sofá, le quita el sujetador (ésta vez con más suavidad) y lame sus pezones lentamente, atrapándolos con su boca, alternando soplos de aire frío con suspiros de aire más húmedo y caliente. Admira sus pechos perfectos y le sonríe con picardía, mientras se enfrasca de nuevo en su tarea de darle placer. Ella intenta alcanzar sus vaqueros y comienza a desabrocharlos, empujándolos hacia bajo hasta que caen al suelo. Con un empujón, le aparta y le pide que se quede de pie al tiempo que ella permanece sentada. De inmediato, se apodera con la mano de su miembro erecto y juega con él con sus labios, su boca, su lengua. Gabriel la mira expectante, abandonado a lo que esa mujer quiera hacer con él, y ambos se dirigen miradas lascivas; él, además, se muerde el labio inferior en un gesto irresistible. 

Pasados unos minutos de estimulación oral, él le pide que se levante. Los dos se quedan entonces de pie, cara a cara, mirándose a los ojos totalmente excitados, pero él enseguida se agacha y le quita toda la ropa que le queda a ella. Permanecen así desnudos, con sus cuerpos a apenas dos centímetros de rozarse. Entonces, Natalia le abraza, le atrae contra sí y vuelven a besarse con fuerza, piel con piel, percibiendo su deseo; especialmente ella, que lo nota duro y caliente. Gabriel desciende su mano y comienza a acariciar su sexo, húmedo, hambriento, dispuesto. Los gemidos de ella no le dan lugar a dudas y le constatan que está disfrutando, que tiene tantas ganas como él de culminar esa terrible tortura. La de veces que ha soñado con tenerla así, desnuda delante de él, ansiosa porque la posea, rendida a sus atenciones; pero antaño, en el instituto, era una chica joven, perdida, que no había sabido verle como un posible novio o amante. Esta noche se va a enterar bien. 

Con cuidado, la tumba en el suelo y así, abandonada a sus caprichos, ella se deja hacer. Le introduce un par de dedos y mientras tanto, chupa su clítoris con esmero. Natalia se retuerce, es incapaz de quedarse quieta, no puede más que suspirar y mantener los ojos cerrados. Por eso, no puede ver lo que él está a punto de hacer. Casi le sorprende sentir de repente su miembro erecto dentro de ella, con una deliciosa suavidad, deslizándose entre su hueco mojado. No puede evitar soltar un grito casi inaudible al percibir toda su dureza dentro de ella. Gabriel se siente feliz, no puede dejar de sonreír mientras la llena con sus lentas sacudidas. Ella le agarra los brazos y le pide que se acerque para besarle en los labios y poder susurrarle al oído: "más deprisa". Entonces, él, obediente y sumiso, hace lo que ella le pide y comienza a moverse mucho más rápido, con más intensidad, con todas sus ganas, al tiempo que ella se estremece y se lleva las manos a la cabeza para apartarse el pelo sudado de la cara. 


La situación se vuelve incontrolable. Gabriel se detiene un instante para cogerla en brazos y llevarla a la cama. Allí continúan con más furia, en distintas posturas, enloquecidos, embriagados de pasión. Entonces, él se percata de que ella está a punto, al límite de su capacidad, al borde del abismo, por lo que saca su miembro, y aunque ella se queja, decide ignorarla. A continuación, por medio de su lengua, logra que Natalia alcance el éxtasis, y mientras tienen lugar sus contracciones, sin darle tiempo a reaccionar, le vuelve a introducir su miembro. Es en ese instante, cuando los orgasmos de los dos se entrelazan, se cruzan, comparten el espacio y los dejan exhaustos. 

Minutos más tarde, ambos permanecen tumbados en la cama. Ella mira al techo con una sonrisa estúpida en la cara. Él no puede dejar de contemplar su precioso rostro, sus curvas, sus sabrosas formas. Acaba de ocurrir. No puede dejar de pensar en ello. Ha sucedido y ha sido incluso mejor de lo que él había imaginado. Teme haberse enamorado, años después, del todo. Entonces, como una broma del destino, la magia se evapora enseguida. Ella se vuelve y lo mira. 

     - Debo irme. Ha sido espectacular, pero no me puedo quedar. Mi marido se preocupará si llego más tarde de lo que se supone que debería llegar después de una fiesta. 

Está casada. Ese pensamiento le cae de golpe como si se tratase de un enorme muro sobre su cabeza. Lo único que puede hacer es darle una camiseta (la suya ha quedado hecha jirones; a saber cómo lo justificará ante su marido), acompañarla a la puerta y confiar en que le vuelva a dar, al menos, más noches como esa. Las migajas de su amor, un sentimiento que le entrega a otro. 


3 comentarios:

  1. Vaya calentón habrás tenido al escribir este texto xD

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  2. Interesante, me ha gustado sobretodo cuando dice lo de su marido, pa cuando la película?

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