jueves, 17 de mayo de 2012

Flores marchitas

Lucía recordaba la fragancia que desprendían aquellas flores. Un montón de margaritas que reposaban dentro de un jarrón de color beige que había llenado con abundante agua fresca y una aspirina (le habían dicho que este método alargaría la vida de la planta). Esas preciosas flores blancas y amarillas habían vivido tan solo cinco días; no recordaba qué había hecho mal porque, desde el tercer día, parecían haber perdido color y presentaban un aspecto extraño. Parecía un mal presagio. 

Tomás se las había regalado antes de coger el avión para acudir a la promoción del nuevo perfume de su compañía. Él era periodista y se encargaba de comunicarse con los públicos objetivos de la empresa: competidores, clientes y otros miembros del sector. Había pasado una semana en Estocolmo y a Lucía la espera se le había hecho eterna. No soportaba que él la dejara sola tanto tiempo en aquel piso oscuro donde nunca llegaban los rayos del sol con la intensidad que ella habría deseado. 

Su profesión, a veces, le resultaba frustrante, ya que pasaba horas encerrada en su habitación pensando en nuevos diseños de pendientes, pulseras y collares de todos los colores y formas, y no siempre lograba crear bocetos realmente exclusivos. La parte buena era que disponía de mucho tiempo libre, demasiado para dar rienda suelta a ideas más o menos optimistas. Cuando Tomás no estaba cerca y ella era incapaz de diseñar algo decente, las paredes de la casa se le caían encima. 

No entendía cómo se había vuelto tan dependiente, emocionalmente hablando. Se sentía incapaz de tomar decisiones por sí misma sin escuchar antes los comentarios y opiniones de Tomás sobre cada tema. En cuestiones de ocio, la cosa tampoco era diferente. Casi le daba pereza salir si él se encontraba a kilómetros de distancia. Sus amigos pasaban a un segundo plano, pues siempre los veía en compañía de su novio. 

Ciertamente, su relación de pareja era absorvente, lo cual no era nada sano. En los dos años que llevaban juntos, no se habían separado, excepto por los viajes de él. La pasión y la locura se había apoderado de los dos como un huracán y el profundo sentimiento que los unía no había menguado en absoluto desde entonces. 

Tomás iba en el avión de regreso a casa. El teléfono móvil de ella estaba sonando con su habitual melodía predeterminada (ni siquiera se molestó en cambiarla desde que compró el aparato) y además vibraba, sobre la encimera de la cocina, donde Lucía estaba preparando unas verduras para la cena. 

      - Dime, cariño. 
      - Hola, cielo. Tuve un retraso en el vuelo y voy a llegar una hora más tarde de lo previsto. Así que no me esperes para cenar, ¿vale?
      - Podemos cenar juntos más tarde, no te preocupes. 
      - Como prefieras. Te lo decía para que no tuvieses que esperarme demasiado. 
      - No pasa nada, así me entrará más hambre. Te espero. Tengo ganas de verte. 

Una última sonrisa mutua. El anhelo de encontrarse en apenas una hora. En ese momento, se pierde la comunicación y ella solo escucha los pitidos que así lo indican. Cuatro horas más tarde, presa de una angustia creciente y de un nerviosismo que roza la ansiedad, la informan de que el avión se ha estrellado. 

Todo se vuelve negro. Ella cree morir con él. 


3 comentarios: