Mi primer beso fue con dieciséis años. Era
una chica ingenua, tímida, que vestía a la moda (aquellos pantalones de campana
morados nunca se irán de mi memoria) y que aún no se depilaba las cejas (por
entonces, tampoco creía que tuviera que hacerlo nunca). Me consideraba
resultona, totalmente del montón y apenas había empezado a salir por ahí por
las noches, ya que era la época de las sesiones light a las cinco de la tarde (nada
de alcohol en salas llenas de gente de nuestra edad). Lo más arriesgado que
había hecho hasta el momento había sido entrar en Estrella (discoteca mítica a
la que habían acudido también nuestras madres hacía más de una década) con sólo
quince años (se podía entrar a partir de los dieciséis). Por entonces, aquello
me pareció una gran hazaña. Mi adolescencia transcurrió con cierta normalidad
hasta que llegó aquel sábado.
Sábado 8 de marzo de 2003. En
torno a las diez de la noche. Ningún plan nocturno a la vista. De repente, tuve
noticias de mi amiga Carmen, que me contó que se iba de fiesta por los
garitos del barrio y me invitó a irme con ella. Acepté, a pesar de saber que íbamos
a salir las dos solas con un montón de chicos que no conocíamos, exceptuando al
nuevo ligue de mi amiga, al que conoció a través de la Red y que solo había
visto una vez. Por lo tanto, no tenía muchas expectativas con respecto a
aquella noche, pero sí quería divertirme y distraerme un rato.
Así, en aquella salida, conocí a
un grupo de amigos. Esa noche uno de los chicos me llamó la atención
desde el primer momento. De piel tostada, delgadito, de sonrisa tímida y pocas
palabras, muy pronto empezó a abrazarme y quiso conocer mi boca (así eran esas cuestiones entonces y ahora). No le
permití gran cosa aquel primer día, puesto que mi timidez y total inexperiencia
no me dejaron avanzar ni una pizca. Además, por aquella época, yo aún soñaba
con príncipes azules y pensaba que los chicos debían escribir cartas de amor
para mí, perseguirme y volverse locos por querer estar conmigo (años más tarde
descubriría que las cosas nunca han sido así y que el cine de Disney fue muy
perjudicial para las niñas de mi generación). En cambio, aquella rapidez de
acontecimientos me descolocaba. Por eso, preferí quedar con él al día siguiente
por la tarde, para conocerle un poco y no permitir que la oscuridad de la noche
me confundiera.
Tuvo que llegar el próximo sábado
para que yo permitiera el acercamiento físico. Recuerdo el primer beso de mi
vida con mucho cariño, y curiosamente, es el que más recuerdo de todos los que
me han dado. Quizá, la novedad permitió que a día de hoy pueda casi percibir
las sensaciones que me deparó. Fue un beso suave, lento, extraño. No me lo
esperaba así, más que nada porque nunca dediqué tiempo a imaginármelo. Me sentí
rara, pero a la vez, con muchas ganas de explorar, de aprender, de sentir. Desconozco
hasta qué punto él supo o fue consciente de mi inexperiencia, pero me gustó ese
contacto. Echo la vista atrás, comparo, y creo recordar que esa fue de las
pocas veces que alguien se dirigió decidido hacia mí, ya que últimamente tengo la
costumbre (buena o mala, todavía no lo sé) de ser la que toma la iniciativa
en ese sentido.
Él se llamaba Enrique. Casualidad
o no, el que llegó a continuación, mi primer novio, también era de su tierra de playas de aguas cristalinas.
ANA
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