El mismo mes que le conocí me
había apuntado a una de esas páginas de contactos en Internet para conocer
gente (en teoría, dicen que es para encontrar al amor de tu vida). La verdad es
que me registré por curiosidad y como para las mujeres era gratuita, pues
tampoco perdía nada y en cambio, ganaba en entretenimiento. A través de ahí, un
día recibí un correo suyo con su dirección de Messenger. Le agregué y estuvimos
hablando virtualmente durante un tiempo hasta que nos dimos los números de
teléfono. Sinceramente, se lo di sin la menor intención de llamarle ni
esperando que él lo hiciera, pero me equivoqué. Esa misma noche después del intercambio
telefónico, me llamó mientras yo estaba con mis amigos. Y lo cierto es que me
sorprendí de nuestra conexión, de nuestra facilidad inicial para gastarnos
bromas y mantener una conversación alegre e informal, sin apenas conocernos de
nada. Recuerdo que me gustó su voz y me despertó una curiosidad muy fuerte por
verle en persona, ya que me había transmitido mucho entusiasmo y positivismo,
sensaciones que hacía tiempo que no percibía en un chico.
Varias veces me mencionó que
podíamos quedar para tomarnos un helado (era verano, finales de junio) y yo le
contestaba que era buena idea, pero sin pensar verdaderamente en ello como una
posibilidad real, ya que me parecía extraño conocer a alguien a través de ese
medio, sin saber cómo podía ser, qué me podía encontrar en la cita, si tendría
que salir corriendo (por miedo o porque él no me gustase en absoluto). Así que la cosa se fue alargando, hablando por el Messenger y a través de llamadas telefónicas (casi todas las noches y casi siempre él). Me parecía un chico muy
simpático, pero sin mayores pretensiones. Hasta que un sábado me propuso en
firme que nos viéramos para tomarnos algo (el mismo sábado en que yo celebraba
mi cumpleaños por la noche) y yo acepté, sin dudar y sin darle demasiadas
vueltas (si lo hubiera hecho, seguramente no habría acudido a la cita).
Así que nos vimos esa tarde. Quedamos
cerca de mi ciudad, ya que su zona yo no la conocía mucho, ni sabía ni cómo se
llegaba (más tarde, me aprendería el camino a la
perfección). Y en el punto de encuentro, nada más verle acercarse a mi coche,
le invité a que subiera para ir a un bar que yo conocía para tomarnos algo. La
tarde transcurrió genial, nos contamos nuestras vidas, nos reímos, y así descubrí
a un chico alegre, risueño, optimista, sociable, extrovertido, muy amigo de sus
amigos y un gran apasionado de los viajes, con el que congenié desde el primer
instante. Ambos nos gustamos nada más vernos, y más tarde, afirmamos que había
sido una especie de flechazo mutuo (de esos en los que yo nunca había creído).
Las dos primeras semanas con él
las recuerdo con mucha ilusión. Me encontraba muy a gusto con él y coincidió
que iba a estar solo en casa unos días y por eso, me quedé algunos a dormir
allí, mientras disfrutábamos de ese amor que empezaba a nacer, de esos primeros
contactos íntimos, de comenzar a conocernos un poquito y a darnos cuenta de que
a ambos nos encantaba estar rodeados de gente. Ese hecho fue una de las cosas
que más me gustó desde el principio: su capacidad para hacer amigos con
facilidad, integrarse en cualquier grupo, caerle bien a todo el mundo
enseguida. Gracias a Juan, conocí a mucha gente interesante, otros ambientes,
otros planes, otras formas de diversión, y sobre todo, me sentí querida.
Era un chico bastante afectuoso, a
pesar de que su pasado sentimental le había marcado demasiado y, a veces, le
costaba mostrarse del todo. Sin embargo, me encantaba estar con él, me gustaba
mucho cómo besaba (era capaz de volverme loca con un solo beso suyo, tan suave,
tierno, acertado), abrazarle, sentirle, cómo me miraba y me sonreía. Hubo una
ocasión en la que me dijo: “creo que me
estoy enamorando de ti, eres la mujer que todo hombre desearía tener”. En ese
preciso instante, hubiera deseado detener el tiempo, grabar a fuego para siempre
su mirada posada en la mía y que todo hubiera permanecido igual con el paso de los
días y las semanas, que ninguno nos hubiéramos desilusionado ni hubiéramos
perdido la magia que en un principio tuvimos.
Le quise mucho, aunque me di
cuenta muy tarde. A los cuatro meses de estar juntos, quise dejarle porque
apenas nos veíamos como antes, él siempre estaba muy ocupado con su trabajo y
sus actividades y no sacaba el suficiente tiempo para verme. Y yo necesitaba
mucho más de él. Por eso, ambos dimos a entender que nos separábamos, aunque
dos días más tarde, él quiso quedar conmigo porque no le había quedado claro lo
que nos había pasado. Así, me confesó que él quería seguir conmigo, que no quería
dejarlo, y yo volví con él, ya que realmente, estaba enamorada. El momento de
reconciliación fue auténtico, precioso, lleno de amor y palabras bonitas. Pero
la relación sólo pudo aguantar una semana más; yo ya estaba muy quemada y
necesitaba otros aires, así que rompí con él definitivamente.
En los dos o tres meses
posteriores, Juan y yo tuvimos encuentros esporádicos, sin compromiso (al menos, por
su parte, que lo tenía muy claro) cuando quedábamos para tomar algo y saber de
nuestras vidas. En cambio, trocitos de mi alma se quedaban con él cada vez que
nos acostábamos, pedacitos de mí eran suyos y me dolía ver cómo se marchaba sin
saber cuánto tiempo pasaría hasta que le volviera a ver. Hasta que un día, en
que volvimos a besarnos, me dijo que me quería, que no había dejado de hacerlo,
pero que no podía volver conmigo porque no quería que discutiéramos ni nos
lleváramos mal, porque yo necesitaba verle a más menudo y él no disponía del
tiempo suficiente. Fue una conversación muy dura en la que me mantuve firme en
mi decisión de no volver a tener nada con él porque me hacía daño a mí misma, y
él lo entendió. Sentía rabia por haber acabado con una relación que podría
haber evolucionado, pero ya no podía volver atrás, y además, el tampoco quería.
Así, todo se terminó y ahora hablamos de vez en cuando como amigos lejanos,
conocidos que un día se quisieron.
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