Aquel chico que me enviaba esos emails, poco a poco fue haciéndose un hueco
dentro de mí. Empezó siendo solo un amigo con el que solía hablar cada vez que
nos veíamos por ahí en las terrazas del barrio, y pronto comenzó a ser algo más. El tonteo
típico de aquellos momentos se fue transformando en algo más intenso, hasta que
llegó el día en que le confesé a través del periódico que me sentía atraída por él.
Con Mario todo fue sencillo desde
el principio. Me sentí totalmente correspondida desde el primer minuto y hasta
el último. Aún recuerdo el primer día que quedamos, en principio “solo para
hablar”, y acabamos besándonos en el banco de aquel parque, sin pudor ni dudas. Desde ese preciso instante, todo fue sobre ruedas, en cuanto a
complicidad emocional. Nunca tuve dudas sobre lo que él sentía exactamente por
mí, ya que me lo hacía saber en todo momento, ya fuera con palabras o con gestos que nacían de su corazón.
Los primeros meses fueron perfectos.
Nos pasábamos largos minutos mirándonos a los ojos fijamente, embobados, como
si sólo existiéramos él y yo en todo el mundo (este hecho parece sacado de una novela rosa, pero fue real). Y realmente, no había nada ni
nadie más. Estar con él era tocar el cielo, envolvernos en un aura especial que
nos protegía del exterior. Nada podía perturbar nuestra felicidad conjunta y
éramos plenamente conscientes de ello. Tantas veces nos dijimos te amo que sería imposible haber echado la cuenta. Tantas veces nos quedamos sobre el césped de algún parque viendo las
estrellas e imaginando nuestro amor como algo infinito (soñar era y es gratis). No podía ni quería ser más feliz, porque no era posible superar la calidad de aquello.
Estuvimos cuatro años juntos. No
sé en cuál de ellos comenzó a deteriorarse todo, pero sí sé que fue progresivo,
poco a poco, casi sin darme cuenta. Su amor se mantuvo intacto con el paso del
tiempo, mientras yo me iba apagando a su lado, sin saber porqué, sin encontrar
una explicación. Perdí mi virginidad con él (una experiencia nueva llena de amor y complicidad), compartí momentos muy
bonitos, todo mi mundo estaba adaptado a él, me había acostumbrando a ver
transcurrir mis días a su lado. Sin embargo, todo eso no fueron razones
suficientes para seguir juntos. Nuestro viaje había terminado en mi mente y
no sabía cómo decírselo, en qué momento hacerlo ni en qué circunstancias. Una
parte de mí se sentía una traidora, por querer romper aquella relación idílica
que los dos habíamos construido, pero otra parte necesitaba liberarse porque, de
lo contrario, se iba a morir de pena y resignación.
Así que, tomó la decisión mi
parte más racional, la que veía posibilidades de que realmente me enamorase de nuevo en un futuro de otra persona. Por él ya no sentía amor y no podía
seguir engañándome a mí misma, porque esa me ha parecido siempre la peor de las
traiciones. De esa manera, un día quedé con él y casi sin saber yo misma lo que
le iba a decir, las palabras me fueron guiando hasta ser totalmente sincera, y
decirle que mi llama se había apagado. Él se mantuvo serio, sin saber muy bien qué decir ante tal
confesión y yo no podía parar de llorar. Le pedí que me diera la mano una última vez y así, terminamos con todo. No puedo describir con palabras el dolor que sentí
cuando me marché para siempre. Esa fue una de las peores
tardes que recuerdo, llena de angustias, sofocos, todo ello escondido detrás de
mi optimismo natural que, afortunadamente, suele aflorar en los momentos adecuados.
Me hubiera gustado conservar la
amistad con él, pero no pudo ser. No sé de quien ha sido la culpa, imagino que
mutua, pero ahora estamos totalmente distanciados. Creo que es lo mejor
que ha podido ocurrir, teniendo en cuenta todos los sentimientos profundos que
hubo de por medio, y cómo acabó todo.
Dicen que uno siempre aprende
algo nuevo, cada día. Ahora mismo me sorprendo de mis propios
sentimientos. Mientras he estado escribiendo todas estas líneas en referencia a Mario, he mantenido un nudo en la garganta, que aún perdura. Incluso me ha
levantado dolor de cabeza y me ha dejado un aire de tristeza. Acabo de
descubrir por mi misma que es muy sano escribir los propios recuerdos, para
poder analizarlos y ver en qué grado nos afectan. He recuperado estas sensaciones de
una especie de cajón mental donde estaban escondidas, ocultas. A menudo, es un
error pasar página sin haber hecho balance de los hechos que hemos vivido
antes, y sinceramente, pienso que todos deberíamos escribir sobre aquello que
nos hizo felices en su día y que hoy guardamos en el alma.
ANA
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