sábado, 5 de mayo de 2012

Metabolismo caprichoso

Los dulces y los alimentos grasientos no están hechos para las personas que tienen tendencia a engordar con facilidad. Está demostrado que a quienes están delgados no les gusta tanto comer como a los gordos o a aquellos que tienen sobrepeso, quitando excepciones, claro. ¿Por qué? Nunca he entendido que, teniendo un metabolismo a prueba de patatas bacon and cheese fries y otras guarrerías similares, los delgados no se aprovechen de ello. ¡Comed cuanto queráis! ¡No vais a engordar! En cambio, con un triste cuenco de puré de verduras y un filete de pollo a la plancha ya se sienten lo bastante saciados como para no querer nada más. Es razonable que se sientan llenos antes, si tenemos en cuenta que el estómago de cada uno adapta su tamaño en función de lo que ingiramos habitualmente. 

Existe el caso contrario, en el que la gente esbelta y estilizada come sin parar y no suma ni un solo gramo. Este fenómeno es realmente curioso, puesto que la lógica nos dice que cuanta más comida te lleves a la boca, más pesarás; igual que cuanta más harina haya, mayor número marcará la báscula de precisión. Pues nos equivocamos completamente. Existe un término, metabolismo, que da al traste con todas nuestras ideas al respecto. Dependiendo de la persona, su peso, su estatura, su nivel de actividad física y su genética, el metabolismo basal (el gasto de energía diario) irá variando. Por eso, siempre habrá individuos que coman lo justo y engorden con el más ridículo exceso, y gente que se atiborre y conserve un peso pluma. 

Comer es uno de los grandes placeres de la vida (según ciertos estudios, hay hombres y mujeres que prefieren un sabroso plato sobre la mesa antes que sexo) y tener buenas curvas es maravilloso y saludable. Sin embargo, mi mente racional no comprende cómo es posible coger tres kilos en una semana de vacaciones en una zona costera. Vale, es por el buffet de los hoteles y por no hacer deporte (si vamos al norte de España, la cosa se complica aún más; ¡lo que comen allí!), pero aún así, ¿qué sucede realmente? Pienso que, al pasarnos todos esos días en remojo (de la playa a la piscina y viceversa), es como si se abriera un pozo sin fondo en el estómago (siempre se ha dicho que el agua da hambre). He podido comprobar que terminaba de desayunar, me metía en la piscina y en cuestión de una hora, las dos tostadas con (abundante) mantequilla, las cuatro galletas (integrales, eso sí), la magdalena tamaño XL, el zumo de naranja natural y el cola cao se iban por el desagüe. De repente, es como si no hubiera comido y, pasada una hora más, volvía a tener hambre. Increíble. 

Algo parecido ocurre en las casas rurales con amigos. Nunca hay suficientes bolsas de patatas fritas, cheetos, phoskitos, cacahuetes y almendras para saciar ese hambre voraz que te nace en los encuentros sociales. Es evidente que, en compañía, comemos el doble e incluso el triple que en situaciones habituales. El caso es que, haya gente o no, ¿quién puede resistirse a las delicias culinarias que existen hoy en día? Cada vez hay más novedades en el mercado (me hice asidua del helado de pistacho en cuanto lo probé), generalmente, auténticas bombas calóricas creadas por el hombre con el único fin de exterminarse a sí mismo, dulce y lentamente. 

Nadie me afirmará que existe defensa posible ante una buena pizza familiar de queso de cabra, bacon, champiñones, extra de queso y nata (la carbonara original no lleva queso de cabra; se lo he añadido yo para que esté más rica en mi esquema mental). Combinación explosiva de ingredientes que amenaza con provocar el estallido de las arterias en el momento menos pensado, pero no tan letal como la que contiene la pizza barbacoa (al menos, una se cuida un poco). 

Mención aparte reciben todos los dulces habidos sobre la faz de la Tierra. El otro día, en un mercadillo medieval de Móstoles (Madrid), osé probar un dulce típico de Hungría (nunca me atrevo, de primeras, a probar cosas de otros países; llamadme conservadora) y cuál fue mi sorpresa al descubrir que sabía a Roscón de Reyes. ¡A Roscón! De repente, mi paladar recordó las navidades, los polvorones, el mazapán y el turrón. ¡Turrón de queso con arándanos! Nunca habrá otro igual. 

Me ocurre a menudo: nombro un tipo de dulce y me vienen a la memoria montones de variantes y alternativas posibles. Sé con certeza que mi mayor perdición vital sería trabajar en una pastelería, por motivos opcionales: podría volverme loca con tanta tentación a mi alcance, o acabaría aborreciendo todo aquello que contuviera azúcar, lo cual sería una verdadera lástima. 

Creo que la solución para acelerar mi metabolismo (además de hacer ejercicio, por supuesto) sea hacerme vegetariana, aunque no le veo sentido a eso de comer lechuga casi todos los días, por mucho que fuera francesa. Soy más de bocata de bacon con queso, anacardos garrapiñados y tortitas con nata. Qué le voy a hacer. 


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