martes, 1 de mayo de 2012

Música, luz, color... y empujones

Anoche me quedé sin palabras. Siempre he supuesto que al 80% de la población no le gusta la música electrónica. Baso esta estimación personal en las opiniones de la gente que me rodea, en las reacciones que percibo cuando pongo alguna canción de este estilo en mi coche y en la escasez de noticias diarias que se dan sobre esta opción musical. 

Por eso, en mi esquema mental no cabía la posibilidad de que Macumba pudiera estar así de llena un lunes por la noche, previo a un día festivo (el Día Internacional de los Trabajadores), pero lunes al fin y al cabo. Es una de las discotecas más antiguas y más grandes de Madrid, con 1.600 metros cuadrados y un aforo de 2.500 personas, y situada en la Plaza de la Estación de Chamartín (Madrid). Allí se ofrecen conciertos en directo y todo tipo de eventos y espectáculos. Tiene un premio a la tercera sala de Europa con mejores infraestructuras. 

Todos esos datos positivos pasan a un segundo plano en el momento en que entras en la sala y descubres que no tendrás el espacio físico suficiente para poder moverte con normalidad. La fila para el ropero nos llevó unos diez minutos de espera en los que el portero de la entrada luchaba por evitar aglomeraciones humanas en ese punto de la discoteca. Para entrar en los baños femeninos nos aguardaba otra cola que decidimos ignorar; las ganas de esperar eran mínimas en comparación con la fuerza de nuestra necesidad biológica. Nunca comprenderé el porqué de ese extraño fenómeno paranormal, por el cuál las mujeres tardan siglos en salir de los servicios públicos (soy mujer y sé de lo que hablo; quizá por eso lo comprendo aún menos). 

Dj Marta
La fiesta era un tributo a Radical, la mítica sala de música electrónica ubicada en Torrijos, un pueblo de Toledo. Pinchada la famosa deejay Marta, considerada una diosa en su mundillo y que, a mí personalmente, me gusta. Ella fue, sin duda, la que más disfrutó anoche, por el placer de trabajar en lo suyo y por el sueldo que percibiría al final de la sesión. Calculé unas 3.000 personas, a doce euros la entrada, y me salieron cifras bastante interesantes. El negocio, desde luego, salió redondo. 

Quienes no lo pasamos tan bien fuimos los que estábamos en la pista o pidiendo la bebida en la barra. Estaba todo tan lleno, que me recordaba a Nochevieja, cuando hay barra libre y gente ansiosa por beber lo máximo posible (lo que dé tiempo o lo que el cuerpo aguante). Mi persona, con dos cubatas, acabó más que servida. No obstante, muchos no parecieron conocer sus propios límites o deseos, pues dudo que tuvieran la firme intención de acabar arrastrándose casi cayendo al suelo. Algunos habían consumido otra clase de sustancias que los convertían en personas que parecían haber perdido el juicio, hiperactivos, sobrecargados de actividad física (algunos daban saltos sin parar; quizá, pretendían llegar al techo). 

Puede que sea cierta la teoría de mi madre, quien sostiene que en Madrid centro hay gente mucho más peligrosa que la que puedes encontrar en los pueblos o ciudades de la periferia. Es un hecho lógico si tenemos en cuenta las dimensiones de la capital y, por tanto, las mayores probabilidades de que se produzcan actos violentos. Y anoche constaté esa teoría, puesto que después de ir a muchas fiestas similares en zonas periféricas, afirmo que nunca había visto nada igual. 

La noche dio mucho de sí. Tuve tiempo para quedarme casi adherida a ese suelo resbaladizo y pegajoso, encontrar por doquier a gente drogada y borracha con la mirada perdida, sufrir en mi cuerpo empujones de todo tipo y en todas direcciones, recibir piropos con una ausencia total de estilo o buen gusto (aunque, por suerte, sin grosería), experimentar un calor sofocante en un momento dado de la noche y observar cómo la gente se iba volviendo cada vez más loca. 

En casos como éste, una nunca sabe en que condiciones llegará a casa: como mínimo, empujada, pisoteada, con los pies ardiendo de dolor, o quizá con el pelo o el escote bañados en cubatas arrojados de forma accidental aunque ciertamente previsible. Me da pena que mi ilusión por escuchar una música que me encanta, que activa mi cuerpo y mi mente, que me da la energía y la alegría que necesito se vea empañada por gente que no sabe divertirse de forma sana. Así, una noche de fiesta se acaba convirtiendo en una lucha por sobrevivir en una discoteca plagada de fieras humanas. Sobra decir, pero aún así lo diré, que no recomiendo estos sitios masificados y que agradezco seguir viva después de todo. 
  

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